Berrinches

Hay algo que desvela. Necesito averiguar qué estan pensando esos cincuentones rancios, con olor a noche y desodorante de ambientes, que aprovechan cuando esperas el colectivo o caminás sola de noche para arrimarte su enorme auto de remisero premium color bordó y preguntarte si estás solita o te pueden alcanzar a algún lado. ¿Cuál es su expectativa? ¿Se imaginan que vamos a ponernos a charlar, risueñas, y al ver que somos muy parecidos nos vamos a enamorar de su pelada grasienta? ¿Que nos vamos a subir a su chata del amor y vamos a tener sexo desenfrenado a cambio de que nos lleven a casa? ¿De verdad creen que alguien de veintipico de años podría estar interesada en un viejo redondo y fracasado, de 50 años, casado, con un auto horrible y un sweater de colegio? ¿Están locos? ¿Y por qué luego de tantos años lo siguen haciendo? ¿Alguna hija de puta se sube, no? A diferencia de la mayoría de las mujeres, yo odio hablar por teléfono. Me parece una pérdida de tiempo total. Pero más que nada, odio que me llamen para charlar sobre episodios monocordes ligados a la rutina. Cada vez que suena ese aparato, transpiro y aprieto el repasador angustiada. Sé que detrás del ring me espera una tediosa conversación sobre el frío que hace hoy, lo que cocinaron ayer, qué amigo los llamó por teléfono, qué les pasó hoy en el subte, o qué dijo qué dijo fulanita, y me dan ganas de morirme. Pero morirme en serio. Llamar a alguien por teléfono para hablar al pedo es un acto invasivo y tarado de gente de ocio masoquista, que empuja al receptor al abismo de los malos modales. ¿En qué piensa la gente? ¿Por qué alguien querría hablar de lo linda que viene la lechuga capuccina en esta época si puede ir a ver una película o una serie? ¡No llamen más! ¡No me interesa charlar por un tubo! El peor recuerdo de mi infancia es un bañero que usaba sunga roja y tenía un hijo al que le había puesto de nombre “Catriel” en honor al indígena de la novela “Más Allá del Horizonte”. No pude disfrutar ni un solo día de playa. Cada vez que lo llamaba a los gritos, “Catriel, vení para acá”, “Catriel salí del agua”, “Catriel dejá esa palita que no es tuya” yo sentía que una flecha envenenada se me clavaba en el pecho. Pero no era sólo el nombre, claro. Eran todos los detalles de la escena: el grito, la malla chiquita, el bronceado naranja, y el hijo pelilargo teñido de rubio. Hagan el siguiente experimento: pregúntenle a la gente que habla y habla sobre el conflicto del campo qué son las retenciones móviles. Se van a asombrar con las respuestas. Más del noventa por ciento no tiene idea de qué está hablando ni por qué protesta. Apenas balbucean alguna pavada infantil sin pies ni cabeza sobre la falta de aceite. Vayan, hagan la prueba y me cuentan. Arranquen con sus madres y vecinas. Cuando la gente normal recibe gacetillas o publicidad indeseada la marca como spam o la mueve a la papelera de reciclaje. Ya están tan acostumbrados, que lo hacen con resignación, como un obrero que palea tierra de siete de la mañana a seis de la tarde. Yo, sin embargo, que de normal no tengo nada, ni lo borro, ni trato de darme de baja de esa lista macabra. Yo al spam lo contesto. Me gusta suplicarles de forma escandalosa o rezongona que me dejen de arruinar la vida o decirles alguna barbaridad. Incluso si eso activa mi casilla para que me envíen todavía más spam. No puedo evitarlo. Es un vicio como comer bombones o pellizcar nenes gorditos. Detesto profundamente a la gente que ocupa la vereda con sus porquerías. A los porteros que baldean todos los días, a las madres que se instalan a charlar con otra madre llena de mochilas a la salida del colegio, a los edificios en obra que llenan de volquetes, mezcladoras de cemento y montañas de arena la entrada de un edificio, y por último, a los estúpidos que todavía suben el auto a la vereda, en la entrada de un garaje amigo. Me parece que la única posibilidad de erradicar este mal es moverlos con una topadora municipal. Una suerte de camioncito muy pintoresco, de color naranja, con una corneta pegadiza, que se llevaría por delante a los porteros y a las madres distraídas, arrastrándolos hasta la esquina. Recién, en la góndola de aguas saborizadas del supermercado, una promotora me interceptó y me cagó el día. Me vio agarrando unas aguas y me propuso lo siguiente: —¿Te comentaron la promoción? Si comprás seis productos Gatorade o agua Propel, podés participar de un sorteo por una vincha o una cantimplora— me dijo muy emocionada. Yo me quedé dura. No sabía si me estaba tomando el pelo o qué. Por un momento pensé que me había querido decir “viaje a disney” o “auto cero kilómetro” y por error había dicho “cantimplora”, pero no había error. Tenía la vinchita de toalla en la mano. Yo no sé a quién se le ocurrió semejante promoción indigente y miserable, pero me dieron ganas de darle una moneda de un peso a la piba para que se la lleve a la gente de Gatorade. ¿Cómo vas a participar por un sorteo de una vincha? ¿Me estás cargando? Me hizo acordar a esos programas de televisión de cable que sortean una canasta de turrones o un reloj despertador.

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