Morir joven y ser inmortal José Pablo Feinmann


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Que la vida se termina no es la única de sus leyes. Tiene otras. Lo que hace grandes a los seres humanos es que conocen las más dolorosas y siguen adelante, pese a todo, con la certeza de la finitud y la sed de la inmortalidad. Cuando se es joven todo es posible. La vida no tiene límites. Por eso es posible jugársela a cara o cruz. Evita y el Che lo hicieron. A ella la mató el cáncer y muy posiblemente la quemó la militancia, un fuego que era demasiado para ese cuerpo frágil. Meter un volcán en una porcelana, a quién se le ocurre. Al Che lo mató su obstinación, ese arte de urdir la militancia con la aventura, el deseo de hacer la historia. También lo mató un sargento boliviano, asustado, en la escuelita de La Higuera, en medio de la nada, en un mediodía triste. Los dos murieron jóvenes. Morir joven es morir sin la aspereza de los años, sin que a uno se le arrugue la cara o las ideas, o la fidelidad a las primeras promesas. No hay más que ver los destinos que tuvieron los líderes que atravesaron la devastación de los años: Perón, Fidel. Envejecer tiene, entre otros, el costo de la decadencia. Los líderes políticos, envejeciendo, hacen política día tras día, y se opacan con los años los brillos unánimes de los orígenes. Todos (o casi todos) somos puros al comienzo. Pero, ¿quién no ha sentido que traicionó sus sueños jóvenes? O, al menos, no todos. Pero sí algunos y no desdeñables. Bien, el que muere joven muere sin contradicciones. Morir joven es morir sin dejar de ser, por falta de tiempo precisamente, lo que uno es. Evita y el Che fueron una sola cosa: fueron Evita y el Che, para la eternidad. Cuando se habla de los filósofos, de los grandes, siempre se habla de una primera etapa, de una segunda o una tercera. Nunca se sabe cuál es mejor. Tampoco es seguro ni cierto que los años entreguen sabiduría. A veces nos vuelven cobardes. Nos vuelven cínicos y nos reímos de lo que supimos ser. "Las cosas en que he creído, ¡me cache en dié, qué gil", dice Discépolo. (...)


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