Demasiado ego en facebook

Cuando
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La gente que solía hablar mucho de sí misma acostumbraba a hacer algo que le jugaba en contra: ostentar sus logros sin darse cuenta del rechazo que producía. Eso no se perdonaba y no había éxito que pudiera compensarlo.

Cuando uno suponía que se destacaba, hacía una mutación sutil. Estaba tan contento con ser quien era que no le importaba que los demás estuvieran de acuerdo. Por eso no escuchaba, ni veía, ni se daba cuenta de la cara que le ponían cuando presumía. Estaba capturado por el placer de mostrarse y forzaba a los conocidos a que se convirtieran en su público. Algo parecido a lo que ocurría con los que contaban chistes malos.

Hacer un chiste siempre fue una forma de trasmitirle placer al otro. Decir algo y lograr que alguien se riera era una manera de hacerlo gozar. Una relación para la que siempre se necesitó al menos dos. Pero cuando se era un contador de chistes malos la gracia no pasaba por lograr que el otro disfrutara. Alcanzaba con escucharse contar el chiste. No importaba si los demás festejaban. Era una delicia que el contador se daba a sí mismo. No hace falta explicar a qué se parecía.

Antes, cuando alguien sentía que triunfaba, los amigos prendían los radares. Se preparaban para captar los alardes y para medir el tiempo que dedicaba a insistir con sus virtudes. Con eso podían hacer un promedio: le iba muy bien pero se había vuelto un tarado. Pensar así tranquilizaba, y la comparación con la vida propia resultaba menos angustiante. Con este equilibrio logró sobrevivir la humanidad durante miles de años, hasta que aparecieron las redes sociales.

Las nuevas herramientas volvieron tentador convertirnos en nuestro propio agente de prensa. Difundir nuestras cualidades por medios digitales para que nos conozcan se volvió tan natural como peinarnos o vestirnos lo mejor posible. Dejó de ser tan grave poner a los demás al tanto de lo maravillosos que somos y lo bien que la pasamos. Ser vanidoso se volvió algo común y el placer de mirar al otro se transformó en el placer de ser mirado. Como si de repente, todos nos hubiéramos convertidos en bebés.

Si esto funcionara, bien recibido sería, pero la vanidad –la que todos tenemos y a duras penas reprimimos–, nos vincula con los demás de la peor manera. O mejor dicho, no nos vincula. Es una marca de esta época. Si antes el placer era querer a alguien, ahora, la única pasión es hacer que nos quieran.

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