El periodismo militante



En las horas de la madrugada de este domingo, mientras este semanario sale a la calle, se cumplen exactamente 56 años de los fusilamientos de José León Suárez. Fue también un domingo y en términos del periodismo de hoy fue “una causa armada”. El relato de Rodolfo Walsh en Operación Masacre inmortalizó a esos patriotas que la noche del sábado se habían juntado en Munro, en la histórica casa de Hipólito Yrigoyen, con la excusa de escuchar la pelea de Lausse y Loayza, pero que en realidad esperaban una proclama para sumarse a “la revolución” (como se llamaba entonces al intento de terminar con un régimen sangriento) encabezada por el general Juan José Valle. La impunidad de los dictadores Aramburu y Rojas era tal que no tuvieron la precaución, siquiera, de decretar la ley marcial y la pena de muerte antes de detener a los militantes peronistas que se juntaban en Munro. El operativo lo encabezaba, en persona, Desiderio Fernández Suárez, el temible jefe de la Bonaerense que respondía directamente a las órdenes de la Casa Rosada. Tras alojarlos en una comisaría de San Martín, los llevaron a los basurales y los fusilaron como animales. Carlos Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez y Mario Brión murieron bajo la metralla policial. Los fusiladores no pudieron impedir que algunos de los resistentes desafiaran las balas y salieran corriendo. Así fue que Walsh, un día, se topó con la historia del fusilado que vive. Se trataba de Juan Carlos Livraga. Y tras ese caso, que le permitió desgranar una investigación periodística ejemplar, Walsh se topó con varios otros sobrevivientes, cuyos testimonios fueron presentados en la Justicia platense acompañados por el mismo Walsh quien, pese a no ser abogado, se convirtió en el fiscal de los crímenes que la prensa de entonces quiso ocultar. Los medios hablaban del “régimen depuesto” para referirse al gobierno constitucional de Juan Perón. En cambio, al elenco de militares y civiles que consumaron la muerte de 31 patriotas entre el domingo 10 y el martes 12 de junio de ese año, lo tildaban como Revolución Libertadora.
El general Valle, en una de sus cinco cartas póstumas, la que dirige a Aramburu, advierte que “fueron inducidos” al levantamiento. Efectivamente, el general Domingo Quaranta había sembrado espías entre los que pretendían –según la proclama revolucionaria– “llamar a elecciones y restablecer el orden constitucional”. La preparación de los crímenes estuvo celosamente armada: el mismo domingo, mientras los diarios y las radios advertían del peligro de los revoltosos peronistas, manifestantes antiperonistas vivaban a Aramburu en la Plaza de Mayo mientras este volvía de Rosario. Aquellas clases medias ilustradas, partidarias del fin de la barbarie, pedían a grito pelado la muerte.

Rodolfo Walsh. Para los ingenuos que creen que Walsh era un peronista de la primera hora, les convendría saber que, pocos meses antes de estos fusilamientos, había publicado, en la revista Leoplán, una nota que era la exaltación de Eduardo Estivariz, un aviador naval “muerto en combate”; es decir, en la represión a las tropas leales que en el sur del país, muy tímidamente, habían salido a defender el orden constitucional. Su talento como escritor de ficción y su vida austera estaban a tono con una inteligencia descomunal. Sin embargo, no había nacido en una familia peronista. Es más, su hermano Carlos era también aviador naval. Y Estivariz era amigo de Carlos Walsh. Así es la vida de las personas. Y los relatos dogmáticos resultan incapaces de dar cuenta de los cambios de época y cómo inciden en las ideas y las convicciones de las personas. Tal fue el compromiso de Walsh con los sobrevivientes de José León Suárez que, sin experiencia conspirativa previa, en la investigación desconcertaba a los espías de Quaranta y a la Justicia, al utilizar el alias de Norberto Freire, incluso con un documento falso que daba cuenta de ese nombre. Desde ya, Leoplán no publicó esta historia. Walsh deambuló por varias publicaciones hasta encontrar quien se atreviera a enfrentar al poderoso grupo de poder cívico-militar que contaba con prensa adicta. Ese camino árido hizo que el escritor empezara a sentir que su territorio era el de los resistentes al régimen. Es decir, los peronistas, los mismos que sentía como ajenos hasta poco atrás.
Cabe preguntarse una y otra vez cuáles son las motivaciones que lo llevaron a ese cambio brusco y a convertirse en un referente imprescindible para varias generaciones, tanto en el plano periodístico como en el de la militancia de combate. Así como el poder seduce a buena cantidad de personas que de repente mutan sus ideas para encontrar cobijo en algo que le permita el ascenso social y económico, como si fuera en espejo, otras conductas están marcadas por la resistencia al poder. En aquellas horas dramáticas de la Argentina de hace 56 años, Walsh encontró su identidad combativa al lado de los oprimidos, más concretamente, “de los fusilados que viven”. Tanto lo marcó esa etapa que, 21 años después, cuando alquiló una casita en San Vicente, siendo un cuadro montonero y no sólo uno de los mejores escritores argentinos, se cobijó en la identidad ¿fraguada? de Norberto Freire. La doble identidad le estaba impuesta por las dictaduras. Pero no sólo por ellas, sino por la decisión de enfrentarlas. Porque son insondables las motivaciones que llevan a las personas, individual y colectivamente, a desafiar a los poderosos. La decisión de luchar en desventaja no es ciega, está siempre acompañada –y Walsh no fue una excepción– del conocimiento preciso de los riesgos que se corren. La militancia, la concreta, la del combate de la resistencia en los cincuenta, en los sesenta y los setenta, tenía el olor y el gusto de la muerte. Walsh enfrentó todo eso. Nunca tuvo nada material, apenas alguna placita en San Telmo lo recuerda. Cuando llegan el día del periodista y el día del levantamiento de Valle, que tienen en el calendario dos días de diferencia, parece inevitable para los periodistas militantes hablar de Walsh.
En estos días, aunque no hay muertes por crímenes de Estado por motivaciones políticas, hablar de Walsh remite a dos temas que inundan páginas de diarios. Por un lado, un debate que puede ser banalizado y tildado de superficial para evitar discutir cuál es el grado de libertad de expresión que hay entre los periodistas. El otro, que quema en las manos, es el de las “causas armadas” y los crímenes policiales.
En el primer tema, aunque ciertos sectores de poder concentrado estén detrás de los cacerolazos, no alcanza con decir que Jorge Lanata y otros periodistas opositores ocupan el lugar que muchos políticos anti-K no asumen desde que el Grupo A se desarmó. No alcanza con decir que esos periodistas recitan el libreto que les arma Héctor Magnetto, cuya única obsesión es que se le termina a fin de año la posibilidad de mantener el monopolio de medios que armó con tanta impunidad. Y no alcanza sencillamente porque la democracia política que se vive en la Argentina –y en el mundo– está sostenida por una economía capitalista y una sociedad con gravísimas brechas entre ricos y pobres. Una sociedad en la que muchos contratistas, proveedores y licenciatarios del Estado tienen décadas de privilegios o de vericuetos donde sacar ventajas. Por más que una porción –mayoritaria, con identidad histórica– de la sociedad se sienta protagonista de un cambio trascendente, hay otra porción de la sociedad que no está contenida, no se siente identificada con el peronismo y el kirchnerismo y no por eso tiene menos derechos. No es lo mismo un golpe de Estado sangriento (como los del ’56 y el ’76) que los puñetazos de unos exaltados a los que hay que identificar y llevar a los tribunales.
El otro asunto, todavía delicado, está desarrollado en el artículo de Ricardo Ragendorfer (ver nota relacionada). Fernando Carrera recibió ocho balazos y se pasó casi ocho años preso por una “causa armada”. Para poder salir de la prisión –hasta que termine la causa– debió pagar 20 mil pesos de fianza. Sí, en esta Argentina. Las causas armadas por bandas integradas por policías, abogados, fiscales –algunos y no todos, desde ya– son miles. Sí, miles. Y la lucha por una seguridad democrática todavía es un desafío que involucra a un corte mucho más complejo de la sociedad. En esta lucha, la habilidad de los políticos militantes del campo nacional es, en todo caso, no equivocarse en señalar como enemigos a quienes deberían contarse en las propias filas, así como identificar con claridad a aquellos que dicen ser de filas del campo nacional y no tienen problemas en que los tribunales, las comisarías o las cárceles sean focos de antidemocracia y antipatria.
Por último y para volver a Walsh, ¿algún periodista no militante hubiera ido a los tribunales de La Plata junto a Livraga para tratar de que se hiciera Justicia? El hecho de que Walsh no fuera antes de eso un peronista de fuste no le quita que, 56 años después, no podamos reconocer en ese gesto de arrojo periodístico –y de riesgo vital– una conducta militante. Es más, Walsh era propenso a ser ácido respecto de lo que se llama heroísmo. Una frase recogida por él es demostrativa: se trataba de un colimba herido en una refriega entre bandos militares quien, tirado en el piso, herido, no pronunciaba las marciales palabras de Viva la Patria sino que decía: ¡No me dejen solo, hijos de puta!
La militancia se ejerce, no se declama. Es un insumo para lograr resultados. Casi podría decirse que es una honra para disfrutar en voz baja y en espacios colectivos de identidad. Ahora bien, cuando los militantes del periodismo antimilitante salen con tanto entusiasmo, hay que aclararles que es inaceptable caer en la canallada de que el periodismo profesional se hace sin hormonas. Lo más importante del periodismo –bien entendido– y de la militancia –bien entendida– es reconocerse en los otros: en los que no tienen voz, los que tienen los derechos vulnerados o, como en el caso de Livraga, en los que les llenan el cuerpo de balas pagadas por el erario público para cuidar el orden. La vida de Walsh, por suerte, ya es bastante conocida. Pocos rescatan, sin embargo, que los últimos meses de su vida los pasó en una casita alquilada del barrio El Fortín de San Vicente, provincia de Buenos Aires. En calle de tierra y sin más esperanzas que las de dar testimonio. Por eso, su última entrega fue la Carta abierta a la junta militar, una pieza perfecta de periodismo y militancia. Habían pasado 20 años de las primeras entregas que constituyeron después el libro Operación Masacre, que habían terminado con la Corte Suprema de Justicia cerrando la causa y mandándola al fuero militar, en un acto de impunidad que no deja dudas de que el régimen al que muchos todavía llaman La Libertadora fue el prólogo indispensable para la tremenda dictadura del ’76. Sin la impunidad del ’56 no hubiera habido la del ’76. Pero también: el Walsh del ’56 y el del ’76 permitieron que hoy también pudiera decirse: Hay un fusilado que vive.

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