Tao de cotillón


El poder vende doctrina oriental co­mo calmante social, inocula quietud. Algunos creen acceder a una sabiduría milenaria, pero sólo cometen plagio de especulaciones recientes, y su aparente liberación se convierte en un fraude. 
Vi­ven cerca de un Tao de cotillón, tienen una India fácil, se imaginan haber de­senmarañado sus secretos, pero son "falsos liberados" con "falsas salvacio­nes edificando una "falsa paz". Se ubi­can por encima de sus actos pero dejan de lado la renuncia a los bienes materia­les. Componen con supercherías, im­posturas y bagatelas un espíritu no-vio­lento a su medida. Llaman medicinas alternativas a las soluciones individua­les mágicas, y cuando dicen armonía quieren decir disciplina.

El concepto de no-violencia de Gandhi, basado en una oposición mental y moral a la injusticia, preten­día desilusionar las expectativas de una respuesta agresiva, para desorien­tar y desarmar al enemigo. Ni deso­rientado ni desarmado, el enemigo de­cidió olvidar a su contendiente como estrategia y renovó sus energías, vol­viéndose casi invencible. Los poderosos saben que el resig­nado se desanima y se entrega, pero el violento se obstina y vuelve a empezar permanentemente. Esa aspiración de absoluto se expresa en términos de combate y lo vuelve invencible. 

La quiebra del quietismo construye una nueva perspectiva contra la sumisión contemplativa. Henry Thoreau nos ha empalagado con sus insoportables bosques y sus obsesiones de ermitaño, en esos malos poemas repetidos por Robín Williams en la latosa La sociedad de los poetas muertos, y ha sido precursor de alguna de las tonterías no-violentas más dañi­nas del siglo XX (de Gandhi a Luther King). Pero también ha escrito La de­sobediencia civil, unas pocas páginas reveladoras, donde descubre la inefi­cacia de una revolución pacífica y ¡a inoperancia de las buenas intenciones. 



Thoreau busca la legitimidad de las re­beliones en los derechos naturales que reclama y no en la forma en que se vincula con la violencia, y considera que toda acción violenta encuentra su justificación en una causa justa. Se obtienen más conocimientos de la "exacerbación violenta del desequi­librio", que de las supuestas salvacio­nes religiosas o seudo religiosas. 

Las religiones nos convierten en expertos en resignación. 
Cristos o Budas ase­xuados predican a los miserables el encanto de la desdicha, y le ocultan que la rebelión y la violencia sigue siendo el único camino liberador. La relación entre la sexualidad y la violencia es muy estrecha. George Bataille iguala el amor a la "infinitud del ser, a la náusea, al sol y a la muerte". La sexualidad se aproxima a la violen­cia en su goce, en el dolor y en las emo­ciones que provoca: desvirgar, parir, eyacular, celar, pelear, abrazar, golpear, tocar y gritar en los sofocos del orgas­mo. Si las energías de la violencia y el deseo sexual se reprimen, se concen­tran y se acumulan, originan un gran número de desórdenes, que pronto explotarán en situaciones impensadas. 

Semen se convierte en sangre
Cuando se limita la violencia es el deseo de transformación el que fraca­sa. Cuando se impide la confluencia con el otro, se anula el sentimiento de supervivencia y se elimina el cuestionamiento de la identidad. 

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